Mi cuerpo sabe lo que mi alma cree y reprime.
La tensión corporal me anuncia
en la incertidumbre del mensaje de mi verdugo,
la desesperación mental que evidencia la derrota.
Deseado castigador
a quien yo he creado,
entrenado y nutrido;
y cuya mínima acción,
cual padre freudiano,
vence una y otra vez a su maestro.
¿Por qué me he dejado perder?
¿Acaso es inevitable escapar
del repudiado ejemplo genético?
¿En qué momento se convirtió esto
en una guerra donde debo dejar ganar
para volver a una paz armada?
Pero cómo extraño esa paz
en donde se permite todo olvido
para poder disfrutar de esa ilusión,
la mejor de todas.
Aquel límite tan evidente
que cuando llega, se dispersa y se enceguece.
Ya no sé si aún es el amor que me impulsa a esto,
porque de ser así sería lo que menos quiero
pero me dejo caer en el destino externo,
y espero siempre espero
que cambie.
La serpiente devora su cola
una y otra vez
gracias a este ser masoquista y patético,
y yo me sigo cuestionando
si acaso es posible matar mi propia alma
allí dentro de mis monstruos ajenos.
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